La morte rouge

Erice de nuevo hace mas con menos. Es increíble ver como con apenas su voz y un puñado de fotos antiguas logra hacer mas cine que la mayoría de directores con presupuestos abultados.
La disección precisa de como el cine puede ser una puerta a la luz y a las tinieblas.


Midnight in Paris

Woody Allen pone en imágenes lo que de algún modo todos hemos soñado y uno sale con una sonrisa tan bien perfilada que no le importa que esta no sea ni de lejos una peli perfecta.

Paris era una fiesta y es un disfrute estar invitado. Y Heminway soltando diamantes en bruto sobre el arte de escribir.




La piel que habito

Cuando un intento de manifestación artística es tan raro, posmoderno, original, incatalogable o extraño como esto uno tiene el riesgo de perderse y no saber como valorar un perro tan verde.

Y es que tanto esta como la última que nos hizo el Alex de la Iglesia son dos piezas enfermas dignas de estudio.

Y con el bisturí en la mano vemos que Elena Anaya esta requetehermosa y que el enorme lienzo digital con el que el doctor la espía es una solución visual tan bella como inquietante.

El resto es una puesta de huevos sobre la mesa.
Un decir: soy el Almodóvar y tengo huevos para hacer esto.
Y me paso cuatro pueblos porque puedo y porque me pone el hacerlo.

Pues muy bien chiquillo, pero… ¿para que?

Igual que las últimas películas de Vicente Aranda parecen obra de un viejo verde con parafilias, este juego del manchego es al final solo eso: un juego en el que puedes entrar o quedarte fuera, pero mas allá de tigres brasileños u orgías de pijos en el jardín uno busca el porque, la esencia, la conciencia que el realizador desea despertar debajo de una situación vertebral tan desagradable, de una historia tan rematadamente enferma.
Cual es el premio que compense el tránsito por este infierno.

Y uno encuentra nada. Solo atrevimiento, pirueta y vacío.

Ni venganza, ni obsesión, ni supervivencia, ya que en un intento de agarrar todos los peces se olvida de trabajar la profundidad que requeriría cualquiera de ellos y uno queda de manos vacías y sin nada que llevarse al buche al expirar el metraje.


Nada se invoca que revierta en sentido.


La gente en la urbe o el poblacho sobrevive a diario al mal rollo del periódico del bar y de la radio del coche. Luego, al meterse en la cueva sobrevive al mal rollo del televisor. Y luego, como rizando el rizo, se busca un rato de ocio y se mete en una sala a alimentarse de mas mal rollo.

Cuando uno se alimenta de mierda sin descanso, al final revienta.

Pelis como Babies te hacen respirar.
Incluso las pelis bien duras si tiene un norte y el director guía la brújula y si encima van acompañadas de un hipnótico pulso poético se disparan hacia lo hermoso, como el caso de Déjame Entrar.
Son películas nutritivas. Alimento para el alma.


Pero películas como La piel que habito o Balada Triste de Trompeta son obras catárticas de partes enfermas de realizadores perdidos, que en lugar de luz nos abren cuartos de tortura que encerraban en su mente y ahora son de dominio público.

Pues muy bien, pero ¿para qué?


Esto de La piel que habito es un juguete infantil en el fondo.
Es la obra de un niño que no sabe ni porque rueda.

El resultado de una obsesión, de un guión trabajado en el tiempo, tanto que en el transcurso uno se olvida hasta de qué esta contando y porqué lo cuenta.



Es el producto propio de una sociedad enferma.
Una sociedad de creadores enfermos que alimentan espectadores enfermos.

Con la que esta cayendo los cineastas aún tienen ganas de echar mas mierda a la bola del escarabajo.

Una cosa es el Michael Haneke que hace pelis como quien pega ostias y sus historias duelen pero también despiertan

Pero esta chiquillada que ahora es bandera de nuestro cine fuera del país es suffle deconstruido para que un ejercito de franceses hipnotizados aplaudan la gracia del niño que hace caquita.

…Y no darse cuenta que con este juego solo estamos alargando la fase anal.